lunes, 17 de agosto de 2009

Ser.

Andrés había aprendido a no arrepentirse nunca. Por lo tanto, jamás se disculpaba con nadie. Sus actos y decisiones para él no estaban ni bien ni mal. Sólo hacía lo que sus ganas le suplicaban, sin importar cómo terminara todo. No es que fuera un tipo duro ni complicado, sino que durante toda su vida se había entrenado para convencerse de que su único centro era él mismo. Así es que no temía lastimar a nadie; no lo pensaba, directamente. Estaba absolutamente convencido de que a la hora de actuar, no había otra opción que actuar, sin pretextos.
Yo me crucé con él cuando todavía era un bebito inocente, enamorado de los aviones a chorro. Bueno, en realidad era un bebito de 17 años; quizás no tan inocente ni tan pequeño, pero era Andrés, el que se entrenaba para sobrevivir. Yo tenía 23 años, pero me creía mayor; entonces me había convertido en el dueño mayoritario de un bar sombrío, repleto de humo por las noches y con olor a mugre durante el día, cuando lo azotaba el sol. Apareció una de esas noches de fumata descontrolada, y se acercó a la barra a buscar con qué borrar un fracaso de su mente. Le ofrecí vodka puro y me quedé a interrogarlo un rato. Me llamó la atención su barba; supuse que pretendía dejársela larga como los cantantes de las bandas que admiraba e intentaba imitar.
De todas las preguntas que, con el disimulo que sólo la curiosidad puede tener, le hice, sólo respondió tres o cuatro; cuando le parecía que era inútil mover los labios para contestarme, se limitaba a jugar con el segundo vaso de vodka que yo mismo le había servido. Y, como adelanté antes, no sentía ni un gramo de compromiso hacía mí; no tenía obligación alguna de responderme, y lo sabía bien. De todos modos, cuando hablaba regalaba verdades absolutas. Sólo gracias a eso me enteré lo que líneas atrás compartí con ustedes sobre él.
Me contó que era feliz, que tenía todo lo que tiempo atrás había deseado, pero que la popularidad lo había convertido en un solitario empedernido. Yo lo miraba como si la bebida le hubiera pegado fuerte y estuviera desvariando; no lograba entender de otra forma la antagonía de sus palabras. ¿Cómo ser popular podía hacer a uno elegir estar solo? Era una idiotez. Se lo dije y le pedí perdón luego.
“Sí -me dijo-. Es así. ¿Siempre hay tanto humo?”. Cambió de tema en seco. Sé que le molestó que le pidiese perdón, pero hasta ese momento yo no sabía a quién estaba interrogando.
Pasé el resto de la noche lanzando comentarios que Andrés nunca contestó. Sólo habló para pedirme la cuenta antes de irse, ya entrando la mañana y resurgiendo el olor a mugre en el bar. En él conocí el peso de la inocencia que yo ya había perdido al creerme más grande; era agradable tenerlo ahí sentado, jugando con el vaso, intentando olvidarse de que había fracasado (aunque nunca me dijo por qué).
No sé, fue raro conocerlo y no volver a verlo más. ¿Seguirá teniendo barba?

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