domingo, 22 de noviembre de 2009

Absurdeando, nuevamente.

— Los diálogos no son lo mío…
— ¡No me digas! Escribís en prosa, con todas esas metáforas raras ¿y no vas a poder hacer un simple diálogo?
— No, no. En serio te digo. En el momento en que pongo la rayita de diálogo, mi mente queda en blanco, y si alguna idea toma algún otro color, lo más probable es que sea pésima. Los diálogos no son para mí…
— A ver… ¿Nunca hablaste con nadie? ¿No estás hablando conmigo?
— No me tomes el pelo… Por supuesto que hablo y…
— Bueno, entonces dejate de decir pavadas.
— ¿Ves que no se te puede contar nada? ¡Te estoy diciendo que no se me ocurre qué escribir!
— Callate… Lograste hartarme. A veces sos tan estúpida…
— Y vos vas a lograr que te mande a la mierda. ¿Qué parte no estás entendiendo? Te quisiera ver a vos escribiendo, por lo menos…
— Vos no ves lo que no querés ver. Lo mío es otra cosa… Yo no dependo de mí.
— Bueno, con ese criterio, mi creación de diálogos tampoco depende de mí…
— Seguís sin entender nada…
— Bueno, a ver… ¿Y qué es eso que tanto tengo que entender?
— Empezá por dejar de preocuparte por el suelo… Vas a ver cómo se te pasan todas esas “falencias” que decís que tenés.
— ¡Y si a mí el suelo no me importa! Yo busco otra cosa. Yo miro siempre para arriba…
— ¿Siempre… Juli?
— Sí, siempre.
— No, estás equivocada. Vos mirás para arriba, sí. Pero no siempre… Esas distracciones en las que controlás que todo esté bien acá abajo bastan para que no sea “siempre”.
— Estás diciendo pavadas… otra vez.
— Y vos estás siendo necia… otra vez.
— Bueno, callate. Me hartaste vos ahora. Cómo si supieras tanto de la vida... Cómo si a vos te saliera todo bien…
— ¿Y me vas a culpar a mí de lo que sale mal? Ah, no no. ¡Lo que te faltaba!
— No sé de qué me estás hablando…
— Ni yo sé por qué estoy perdiendo tiempo con vos… Andá, escribí un buen diálogo y dejame hacer tus cosas en paz.
— ¿Mis cosas? ¡De qué hablas!
— No hablo de nada que quieras entender… Andá, te dije.
— A ver… ¿Qué parte de “no sé escribir diálogos” no escuchaste?
— Basta. Me cansaste. No sabés escribir diálogos, tenés razón.
— Viste que te dije… Me es totalmente imposible.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

Jueves.

Son las 12:17.
Agudizo mi oído derecho y me concentro en sólo mantenerme alerta. No hay nadie más en casa. Primer alivio del día.
Mi cuerpo se levanta y se mueve por la habitación guiado por la costumbre. Mi conciencia espera en la cama que se hagan las 12:30. Es mejor redondear en cuestiones numéricas.
Es martes, o lunes, o viernes. Es un día más, con sol o sin él, perfecto para nacer; como cualquier otro día.
Son las 12:30.
Mi invisibilidad más visible se quedó sin excusas. Me levanto por completo e intento acostumbrarme a la vida, como siempre. Inhalo y exhalo al menos diez veces, en la número nueve dejo de sentir desesperación y casi no noto el terrible peso del aire en mis pulmones. Ya nací… otra vez.
Mis ojos son aún más remolones que yo, por lo que no los espero para comenzar a vivir. En dos o tres horas voy a poder mirar, mientras tanto disfruto el placer de solamente ver.
Hago un llamado de escasa duración y salgo a olvidarme del mundo. Reparto con un gusto inexplicable besos y abrazos, regalo sonrisas y, aunque mis ojos ya comienzan a funcionar, no los uso. Es mejor ver que mirar. Me siento extasiada; estoy feliz.

Son las 22:03.
Entro a mi casa. Están todos.
Me esperaban para cenar, así que eso hago. Digo incoherencias, río sin motivos. Me aseguro de que todos sientan que estoy bien.
Me levanto de la mesa y dejo todo limpio. Los demás comienzan a invertir su tiempo en asuntos que poco me interesan, como siempre.
Cierro la puerta de mi habitación y me quedo adentro, sola. Tomo un libro del montón de empezados y me pierdo en su magia.
Me cambio de ropa. Me acuesto. Mi cuerpo está ansioso: la noche nos invadió, es hora de dejar de valer la pena.
Cierro los ojos -que sólo utilicé durante la cena-. Me acomodo y espero a que llegue el tiempo de morir, como cada noche. Estoy feliz.
Me concentro en dejar de estar alerta. Mañana va a ser un día complicado.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

No sé.

La inactividad de las personas responde sólo a una cosa: al desgastado hilo de desesperanza que, por motivos aún desconocidos por la humanidad, jamás termina de hacerse trizas contra la partícula de polvo más gorda y desequilibrada de nuestro ignorante ambiente. La desesperanza flota combatiendo los efectos secundarios de la inercia en la memoria de todos los seres que pretenden huir a su condición de humanos diferentes. Por otro lado, la raza de igualitos es la única responsable de que dicho hilo exista en las mentes de los jamás-igualitos. Entonces, la inactividad es únicamente un atributo para la parte de la humanidad menos importante: la masa, los parecidos por decisión propia, el montoncito de hombres y mujeres sujetos por las mismas tanzas y dirigidos por idénticos titiriteros. La masa, sí; LA masa.
Los igualitos y los jamás-igualitos habitan la misma burbuja, plagada de entradas de monóxido de carbono en mal estado. Los primeros se creen más inteligentes por formar parte de multitudes, mientras que los otros deambulan en grupos reducidos teniendo la total certeza de contar con niveles de raciocinio realmente elevados. Mientras unos se empujan para respirar hollín, otros llenan sus pulmones con refulgencia.
La masa y la nunca-masa se desprecian mutuamente; los primeros por idiotas, los segundos por cansancio. Son como dos bandos de un mismo club: el que quiere que cambien al arquero y el que quiere que cambien la red del arco; el que mira la pelota y el que mira al jugador que lleva la pelota; el que qué y el que no qué.
Como decía en un principio, existen dos tipos de humanos: los inactivos por ignorancia y los inactivos por decepción.

viernes, 6 de noviembre de 2009

Oficio: vivir.

No es necesario que lo aclare, pero sé que estás ansioso por leer estas líneas; sí, recibí el puñal de papel envuelto en aromas embriagadores que me enviaste por correo. Lo recibí, y el eco de tus palabras escritas con fuego aún no deja de jugar al tenis en los huecos de mi autoestima. A pesar de eso, mi respuesta sigue siendo la misma.
Tenés el poder suficiente para lograr que mis certezas se arrodillen ante los puentes sostenidos de un solo lado que, como pueden, mantienen vivos a mis más profundos temores; pero incluso ese poder es efímero en vos, tanto como toda tu existencia de la mano de la tangente. Diste tu última jugada y no creas que no significó nada, como te dije, atravesaste mi manojo de principios de lado a lado. Pero, aún así, no puedo seguir con esto. Es necesario que entiendas que mi última palabra sigue siendo NO. Y es más necesario aún que sepas que las cifras se ubican en el extremo opuesto al mío; mi vida no alberga ningún tipo de números, sólo los manipula por conveniencia. El dinero no es un medio de movilidad para mí.
Con respecto a tu supuesta necesidad, no te engañes. Sólo soy tu capricho más realista, pero capricho al fin. Parece ilógico que yo pueda aceptar convivir mejor con la vida que vos; vos, que siempre te esforzaste por ser el jefe, el capitán de esta balsa, el piloto de este avión sin turbinas. Parece ilógico, realmente, que creas que nadie más que yo es adecuado para el puesto.
Espero haber salpicado las palabras en el orden correcto y no haberte dejado ningún hilo naufragando en el caos de tu abecedario a medio terminar. Espero ser clara, como así también concisa y terminante: No me ofrezcas más trabajos de oficina, Juan, yo quiero ser escritora.

martes, 3 de noviembre de 2009

Ni más ni menos que Girondo...

¡Todo era amor... amor! No había nada más que amor. En todas partes se encontraba amor. No se podía hablar más que de amor. Amor pasado por agua, a la vainilla, amor al portador, amor a plazos. Amor analizable, analizado. Amor ultramarino. Amor ecuestre.
Amor de cartón piedra, amor con leche... lleno de prevenciones, de preventivos; lleno de cortocircuitos, de cortapisas. Amor con una gran M, con una M mayúscula, chorreado de merengue, cubierto de flores blancas... Amor espermatozoico, esperantista. Amor desinteresado, amor untuoso...
Amor con sus accesorios, con sus repuestos; con sus faltas de puntualidad, de ortografía; con sus interrupciones cardíacas y telefónicas. Amor que incendia el corazón de los orangutanes, de los bombreos. Amor que exalta el canto de las ranas bajo las ramas, que arranca los botones de los botines, que se alimenta de encelo y de ensalada.
Amor impostergable y amor impuesto. Amor incandescente y amor incauto. Amor indeformable. Amor desnudo. Amor-amor que es, simplemente, amor. Amor y amor... ¡y nada más que amor!