miércoles, 26 de agosto de 2009

Cortázar, Julio Florentino.

Qué maravillosa ocupación cortarle la pata a una araña, ponerla en un sobre, escribir Señor Ministro de Relaciones Exteriores, agregar la dirección, bajar a saltos la escalera, despachar la carta en el correo de la esquina.
Qué maravillosa ocupación ir andando por el bulevar Arago contando los árboles, y cada cinco castaños detenerse un momento sobre un solo pie y esperar que alguien mire, y entonces soltar un grito seco y breve, girar como una peonza, con los brazos bien abiertos, idéntico al ave cakuy que se duele en los árboles del norte argentino.
Qué maravillosa ocupación entrar en un café y pedir azúcar, otra vez azúcar, tres o cuatro veces azúcar, e ir formando un montón en el centro de la mesa, mientras crece la ira en los mostradores y debajo de los delantales blancos, y exactamente en medio del montón de azúcar escupir suavemente, y seguir el descenso del pequeño glaciar de saliva, oír el ruido de piedras rotas que lo acompaña y que nace en las gargantas contraídas de cinco parroquianos y del patrón, hombre honesto a sus horas.
Qué maravillosa ocupación tomar el ómnibus, bajarse delante del Ministerio, abrirse paso a golpes de sobres con sellos, dejar atrás al último secretario y entrar, firme y serio, en el gran despacho de espejos, exactamente en el momento en que un ujier vestido de azul entrega al Ministro una carta, y verlo abrir el sobre con una plegadera de origen histórico, meter dos dedos delicados y retirar la pata de araña, quedarse mirándola, y entonces imitar el zumbido de una mosca y ver cómo el Ministro palidece, quiere tirar la pata pero no puede, está atrapado por la pata, y darle la espalda y salir, silbando, anunciando en los pasillos la renuncia del Ministro, y saber que al día siguiente entrarán las tropas enemigas y todo se irá al diablo y será un jueves de un mes impar de un año bisiesto.

sábado, 22 de agosto de 2009

Palabras de un espejo empañado.

Hoy me pasé la tarde cavando un pozo hondo; lo más hondo que pude. Deseaba meter mi cabeza ahí, y esperar… Solamente esperar a que termine de soñar absurdos. Prometí que me iba a quedar quieta, sin alborotar a ningún insecto ni animal terrestre, fingiendo que era un mueble más del living, un elemento más del paisaje, un cigarro más del paquete. Les juro que pensaba cumplir mi promesa así fuera lo último que hiciera. Estaba dispuesta a respirar polvo el tiempo que fuera necesario; sólo pretendía dejar de soñar un rato, intentar evitar que el temblor me haga temblar también a mí. Únicamente quería desaparecer, esconderme en las tinieblas de todas las memorias del mundo, dejar de sentir y, sobre todo, de pensar; detener toda actividad mental; parar todos los relojes del universo, y gritar. Gritar con todas las voces que descansan en mi interior, abrirles por fin el ventiluz de mi alma para que hagan estallar todos los oídos del planeta con sus bramidos de desacuerdo. Quería todo eso, y a la vez no quería nada…
El cobarde que habita en mí, y al que creí ya no temer, quiso ser protagonista en esta parodia de novela barata, y me obligó a actuar como una imbécil. Me pasé la tarde haciendo un pozo que luego rellenaron con un solo soplido, convirtiendo mi arduo trabajo de excavación en un tiempo tirado al riachuelo. ¿Por qué no me avisó antes que no podía esconderme en la tierra? ¿Por qué tuvo que esperar a verme los ojos hinchados, las manos sangrando y el pecho oprimido hasta el hartazgo? ¿No hubiese sido más fácil haber acabado conmigo antes, para llevarse mi cuerpo intacto siquiera? Qué cobarde, qué inhumano ser habita en mí…
El reloj que marca el espiralado tiempo que perdí me da vuelta la cara. Ya no quiere saber nada de mí; no está dispuesto a seguir marcando fracasos con sus agujas de ron aguado. Y lo peor es que yo no puedo dejar de girar; estoy en medio de un tornado que, según dicen, lo último que tiene es clemencia. Y tengo miedo de que la sangre de mis manos me manche la ropa, la cara, el pelo… Tengo miedo de sangrar de más.

lunes, 17 de agosto de 2009

Ser.

Andrés había aprendido a no arrepentirse nunca. Por lo tanto, jamás se disculpaba con nadie. Sus actos y decisiones para él no estaban ni bien ni mal. Sólo hacía lo que sus ganas le suplicaban, sin importar cómo terminara todo. No es que fuera un tipo duro ni complicado, sino que durante toda su vida se había entrenado para convencerse de que su único centro era él mismo. Así es que no temía lastimar a nadie; no lo pensaba, directamente. Estaba absolutamente convencido de que a la hora de actuar, no había otra opción que actuar, sin pretextos.
Yo me crucé con él cuando todavía era un bebito inocente, enamorado de los aviones a chorro. Bueno, en realidad era un bebito de 17 años; quizás no tan inocente ni tan pequeño, pero era Andrés, el que se entrenaba para sobrevivir. Yo tenía 23 años, pero me creía mayor; entonces me había convertido en el dueño mayoritario de un bar sombrío, repleto de humo por las noches y con olor a mugre durante el día, cuando lo azotaba el sol. Apareció una de esas noches de fumata descontrolada, y se acercó a la barra a buscar con qué borrar un fracaso de su mente. Le ofrecí vodka puro y me quedé a interrogarlo un rato. Me llamó la atención su barba; supuse que pretendía dejársela larga como los cantantes de las bandas que admiraba e intentaba imitar.
De todas las preguntas que, con el disimulo que sólo la curiosidad puede tener, le hice, sólo respondió tres o cuatro; cuando le parecía que era inútil mover los labios para contestarme, se limitaba a jugar con el segundo vaso de vodka que yo mismo le había servido. Y, como adelanté antes, no sentía ni un gramo de compromiso hacía mí; no tenía obligación alguna de responderme, y lo sabía bien. De todos modos, cuando hablaba regalaba verdades absolutas. Sólo gracias a eso me enteré lo que líneas atrás compartí con ustedes sobre él.
Me contó que era feliz, que tenía todo lo que tiempo atrás había deseado, pero que la popularidad lo había convertido en un solitario empedernido. Yo lo miraba como si la bebida le hubiera pegado fuerte y estuviera desvariando; no lograba entender de otra forma la antagonía de sus palabras. ¿Cómo ser popular podía hacer a uno elegir estar solo? Era una idiotez. Se lo dije y le pedí perdón luego.
“Sí -me dijo-. Es así. ¿Siempre hay tanto humo?”. Cambió de tema en seco. Sé que le molestó que le pidiese perdón, pero hasta ese momento yo no sabía a quién estaba interrogando.
Pasé el resto de la noche lanzando comentarios que Andrés nunca contestó. Sólo habló para pedirme la cuenta antes de irse, ya entrando la mañana y resurgiendo el olor a mugre en el bar. En él conocí el peso de la inocencia que yo ya había perdido al creerme más grande; era agradable tenerlo ahí sentado, jugando con el vaso, intentando olvidarse de que había fracasado (aunque nunca me dijo por qué).
No sé, fue raro conocerlo y no volver a verlo más. ¿Seguirá teniendo barba?

sábado, 15 de agosto de 2009

Lo posible es más posible ahora.

Esta es la primera producción de NofuefaciL Producciones. Comparto con ustedes mi enorme orgullo por ser parte de este grupo que mejor no puede ser.

viernes, 14 de agosto de 2009

Más de dieciocho, menos de veinte.

Mi rechazo hacia los cumpleaños surgió cuando tuve mi primer encuentro con la hipocresía de la gente. No recuerdo la edad exacta, pero sería alrededor de mis 12 años (edad en la que, entre otras cosas, uno comienza a caer en los absurdos estereotipos que crean los idiotas, y se hacen demasiado populares como para tener una explicación lógica; entre ellos, el saludo con un beso en la mejilla que, de hecho, la mayoría de las veces es un beso al contaminado aire que nos rodea, con un leve desvío, producto de la existencia de la mejilla opuesta a la nuestra de quien también besa el aire, simulando que nos besa a nosotros). En fin, como les decía, más o menos a esa edad empecé a no querer cumplir años. Las personas se revolucionan para esas fechas, comienzan a perseguirte, a querer robarte carcajadas, a decirte que te quieren y todas esas mierdas que me hacen poner de mal humor; sobre todo porque me molesta el hecho de que lo hagan creyendo que así me complacen, cuando, en realidad, me irritan. No voy a negar que de todos modos a veces me reconforta que se acuerden que un día como ese nací; pero tampoco la pavada. Volviendo a lo de la hipocresía, es cierto; gran parte de quienes te saludan para esa fecha, lo hacen para no quedar mal (yo misma me he puesto ese disfraz); la envidia sale en forma de llamas por sus ojos mientras te escriben un puto mensaje diciendo “que la pases lindo”. En realidad yo estoy al tanto de todo esto, y sé a quienes odiar y a quienes agradecer por tomarse la molestia.
La mayoría de mis amigos o conocidos saben que para mí el día de mi cumpleaños no sólo es un día más, sino que es un día frustrante (debido a lo que ya cité antes) y que siempre encuentro la excusa perfecta para desaparecer un rato o, si la suerte está de mi lado, escaparme el día entero. Sin embargo, a pesar de que lo saben, les molesta que mi actitud siempre sea la misma a la hora de la llegada de una fecha “especial”: decir que no es más que un día comercial o un día más. La verdad es que me cago en todas las fechas, para mí los días son sólo días, y a veces quisiera que nada de eso existiera, al igual que los relojes. Pero cada vez que digo una estupidez como esa, alguien me retruca señalando que las cosas están bien como están y que me calle. Cabe aclarar que me callo por aburrimiento, no por el peso de una orden tan ilógica como esa.
La melancolía pre-cumpleaños me ha pegado tantas patadas en la cara que, al verme mirando el abismo un par de veces, alguien que prefiere vivir bajo el telón del anonimato me explicó por qué todos repetían que la pase bien en MI día. Yo me irritaba más aún cuando escuchaba o leía eso de MI día. Este profeta anónimo que mencioné, me confesó que el día de mi cumpleaños era mi único capital. El día que llené mis pulmones de aire por primera vez, un 14 de agosto, me hice dueña de lo único que valía la pena hasta ese momento: una fecha con la que me iba a relacionar hasta que las garras de la puta muerte liberen mi alma. Recién ahí entendí un poco toda esta mierda de los aniversarios y demás.
Ahora sé que realmente todos los 14 de agosto de cada año sumo un bien más a mi propiedad privada carente de bienes materiales. Ya llevo 19…

miércoles, 12 de agosto de 2009

Con un nivel de cursilidad demasiado engreído.

Prendo un cigarrillo para besarte. Me pierdo en el humo, que no es tu boca, pero es algo. Te elijo así, hecho humo, con sabor a sensaciones ausentes; con cosquillas sin manos; con rostro de aire.
El viento hace lo suyo y, poco a poco, me quedo nuevamente sin vos. Dejando reposar el cigarrillo entre mis dedos, me quedo sin vos. Y entonces descubro que te besé poco, y que no me besaste nada.
El sabor a ausencia cubre mi boca. Pareciera que realmente me hubiese perdido en tus besos, pero no. Sólo imaginé que te besaba, y que te escurrías otra vez de mis manos, deslizándote con el viento entre mis dedos, y que te perdía. Sólo imaginé que eras vos, aunque no eras el vos que sos a diario, sino que eras el vos que nunca fuiste, el vos que me sedujo sin ser él mismo, el vos que me invento.
El humo deja huellas de su existencia en la yema de mis dedos, tu piel que no es tu piel dejó su olor en mi piel (que sí es mi piel). Te huelo, mil veces te huelo, y sos vos. No hay dudas de que sos vos. Pero no sos vos; es la distancia hecha humo en mi boca, y ahora en la yema de mis dedos.
Hago un pacto con mi personalidad menos tolerante y consigo sacar el permiso preciso para dejarte en lo que queda de mi boca sin tu boca, y en la yema de mis dedos. Seguís en mí. Tu vos que no sos vos se queda con mi yo más real.
Es la terrible paradoja de besarte mientras no estás.

sábado, 1 de agosto de 2009

Gracias (muchas), Oliverio.

Yo no tengo una personalidad: yo soy un cocktail, un conglomerado, una manifestación de personalidades. En mí, la personalidad es una especie de forunculosis anímica en estado crónico de erupción; no pasa media hora sin que me nazca una nueva personalidad. Desde que estoy conmigo mismo, es tal la aglomeración de las que me rodean, que mi casa parece el consultorio de una quiromántica de moda. Hay personalidades en todas partes: en el vestíbulo, en el corredor, en la cocina, en el W.C...
¡Imposible lograr un momento de tregua, de descanso! ¡Imposible saber cuál es la verdadera! Aunque me veo forzado a convivir en la promiscuidad más absoluta con todas ellas, no me convenzo de que me pertenezcan. ¿Qué clase de contacto pueden tener conmigo – me pregunto- todas estas personalidades inconfesables, que harían ruborizar a un carnicero? ¿Habré de permitir que se me identifique por ejemplo con este pederasta marchito que no tuvo ni el coraje de realizarse, o con este cretinoide cuya sonrisa es capaz de de congelar una locomotora? El hecho de que se hospeden en mi cuerpo es suficiente, sin embargo, para enfermarme de indignación.
Ya que no puedo ignorar su existencia, quisiera obligarlas a que se oculten en los depliegues más profundos de mi cerebro. Pero son de una petulancia... de un egoísmo... de una falta de tacto...
Hasta las personalidades más insignificantes se dan unos aires de transatlántico. Todas, sin ninguna clase de excepción, se consideran con derecho a manifestar un desprecio olímpico por las otras, y naturalmente, hay peleas, conflictos de toda especie, discusiones que no terminan nunca. En vez de contemporizar, ya que tienen que vivir juntas, ¡pues no señor!, cada una pretende imponer su voluntad, sin tomar en cuenta las opiniones y los gustos de las demás. Si alguna tiene una ocurrencia, que me hace reír a carcajadas, en el acto sale cualquier otra, proponiéndome un paseíto al cementerio. Ni bien aquélla desea que me acueste con todas las mujeres de la ciudad, ésta se empeña en demostrarme las ventajas de la abstinencia, y mientras una abusa de la noche y no me deja dormir hasta la madrugada, la otra me despierta con el amanecer y exige que me levante junto con las gallinas.
Mi vida resulta así una preñez de posibilidades que no se realizan nunca, una explosión de fuerzas encontradas que se entrechocan y se destruyen mutuamente. El hecho de tomar la menor determinación me cuesta un tal cúmulo de dificultades, antes de cometer el acto más insignificante necesito poner tantas personalidades de acuerdo, que prefiero renunciar a cualquier cosa y esperar que se extenúen discutiendo lo que han de hacer con mi persona, para tener, al menos, la satisfacción de mandarlas a todas juntas a la mierda.