miércoles, 18 de noviembre de 2009

Jueves.

Son las 12:17.
Agudizo mi oído derecho y me concentro en sólo mantenerme alerta. No hay nadie más en casa. Primer alivio del día.
Mi cuerpo se levanta y se mueve por la habitación guiado por la costumbre. Mi conciencia espera en la cama que se hagan las 12:30. Es mejor redondear en cuestiones numéricas.
Es martes, o lunes, o viernes. Es un día más, con sol o sin él, perfecto para nacer; como cualquier otro día.
Son las 12:30.
Mi invisibilidad más visible se quedó sin excusas. Me levanto por completo e intento acostumbrarme a la vida, como siempre. Inhalo y exhalo al menos diez veces, en la número nueve dejo de sentir desesperación y casi no noto el terrible peso del aire en mis pulmones. Ya nací… otra vez.
Mis ojos son aún más remolones que yo, por lo que no los espero para comenzar a vivir. En dos o tres horas voy a poder mirar, mientras tanto disfruto el placer de solamente ver.
Hago un llamado de escasa duración y salgo a olvidarme del mundo. Reparto con un gusto inexplicable besos y abrazos, regalo sonrisas y, aunque mis ojos ya comienzan a funcionar, no los uso. Es mejor ver que mirar. Me siento extasiada; estoy feliz.

Son las 22:03.
Entro a mi casa. Están todos.
Me esperaban para cenar, así que eso hago. Digo incoherencias, río sin motivos. Me aseguro de que todos sientan que estoy bien.
Me levanto de la mesa y dejo todo limpio. Los demás comienzan a invertir su tiempo en asuntos que poco me interesan, como siempre.
Cierro la puerta de mi habitación y me quedo adentro, sola. Tomo un libro del montón de empezados y me pierdo en su magia.
Me cambio de ropa. Me acuesto. Mi cuerpo está ansioso: la noche nos invadió, es hora de dejar de valer la pena.
Cierro los ojos -que sólo utilicé durante la cena-. Me acomodo y espero a que llegue el tiempo de morir, como cada noche. Estoy feliz.
Me concentro en dejar de estar alerta. Mañana va a ser un día complicado.

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