sábado, 31 de enero de 2009

Es el bendito infierno en persona.

Tomás entró a su oficina, como cada mediodía. Como siempre prefería estar despierto por las noches, porque decía que era cuando su musa se dignaba a inspirarlo, por las mañanas dormía hasta tarde. Nunca había llegado antes de mediodía a su trabajo. Y nunca había recibido queja alguna por parte de su jefe tampoco. Era muy valioso para soportar planteos. Cada vez que llegaba, hacía algo distinto como primer paso. Odiaba todo lo que se pareciera a la rutina. Demasiado acostumbramiento le provocaba salir de su casa cada día para llegar al trabajo y almorzar allá. Ese miércoles, se sacó los zapatos, se aflojó la corbata y abrió la ventana. Siempre que lo hacía (a distintos horarios), sentía unas ganas incontrolables de tirarse por ella y golpear en seco contra el asfalto. Ya era una fantasía para él planear intentarlo. Creía que de esa manera podría liberarse todo lo que su interior reprimía. Pero ese mediodía, sintió algo distinto. Ya no sólo no temía asomarse a respirar aire puro por miedo a sentir la necesidad de largarse, sino que esta vez deseó vivir para siempre.
Él era una de esas personas a la que nadie se atrevía a interrogar en demasía. Siempre distante, pero, igualmente, interesado. Tenía unos ojos azules, tan profundos como sol, y una sonrisa (siempre oculta) que demostraba mucho. Sus manos eran las de alguien que cuidaba poco su cuerpo, y no le importaba tocar lo que sea con ellas. Su piel estaba gastada, gastada de tantos roces. Cada una de sus efímeras amantes la empobrecía cada vez más. Una verdadera lástima, pero él lo prefería así. Y su corazón estaba intacto. Era un hombre de la vida. Quizás había estado a punto de asesinar a alguien en algún bar de mala muerte, o quizás no. Nadie lo sabía, y él nunca lo diría tampoco. Se dedicaba a lo único para lo que era “bueno”: era el músico más apasionado de la ciudad y, además, ayudaba en la compañía discográfica de su tío (a la que siempre llegaba a mediodía).
No sólo sacó sus manos por la ventana, sino todo su torso, hasta sentir que el sol le quemaba los ojos y el viento limpiaba su cara. Era la primera vez que disfrutaba del día y no esperaba con desesperación que llegara la noche para emborracharse tirado en su sillón, con la guitarra en la mano. Era increíble cuanta gente andaba por esas horas en la calle. Seguramente él los cruzaba a diario, camino a la oficina, pero siempre llevaba la sensación de caminar solo por el mundo. Si era un ego demasiado alimentado, o si sólo era el tedio que le provocaba la muchedumbre, no lo sabía. Pero para Tomás, no había nada más a su lado que su propia sombra, mientras recorría las odiosas calles de Buenos Aires. Abrió los ojos y volvió a cerrar la ventana, tiró el saco sobre el respaldar del sillón que usaba para atender los reclamos de sus compañeros a causa de su falta de atención para las tareas de la empresa, tomó sus zapatos sin ponérselos y cerró de un portazo la puerta de su despacho. Pensó en jamás regresar a ese maldito trabajo que lo obligaba a cortar sus horas de descanso, y apuró el paso, teniendo aun sus zapatos en la mano. Pero él sabía que era un engaño, iba a volver, y pronto. Había olvidado su portafolio arriba del escritorio y, dentro de él, el único regalo del que no se había deshecho en toda su vida: la foto de su guitarra.

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