miércoles, 28 de enero de 2009

Mis dos cobardes..

Luego de un baño tibio, con el que pretendía sacarme toda la pereza provocada por otro día de verano con todas las letras, y ya junto a mi querida almohada, único “ser” que lograba que yo le prestase atención y el más obstinado en la tarea de acercar chispas para incendiar cada noche la llama que, de todos modos, no paraba de arder en mi cabeza; lo descubrí. Caí en la cuenta de que a mi corta edad de 18 años, ya me había cruzado con dos cobardes. Ese día entendí todo. Y me sentí importante, por supuesto. Yo, la chica de ojos tristes y mirada perdida (según uno de mis delirantes amigos), les había logrado quitar la careta, aunque ellos todavía no lo supieran, a dos “respetables hombres”. Nunca fui feminista, ni nada por el estilo, por lo que no voy a hacer un escándalo de esto. Pero sí me gusta, a veces, recordar un poco de ambos…
El primero tenía rulos, y supongo que todavía debe tenerlos. Era algo más alto que yo, pero no me importaba. Él me dejaba perderme en sus ojos, y yo le permitía idealizarme a su antojo. Iba a ser mi músico preferido, aunque todavía no lo había escuchado tocar. Desde apenas unos niños, éramos el uno para el otro. Eso, y todas las coincidencias que venían por detrás. ¡Cómo me gustaba pensar en él! Y él deliraba pensando en mí. Cada uno desde su loco “mundo”. Me entretenía contemplar todo su ser, menos la mano en la que llevaba el anillo que echaba a perder todos nuestros planes. Ese minúsculo pero significante objeto, lo ataba a la más tediosa rutina, y a una de las personas que menos me soportaba (siendo todavía mucho más baja de estatura que yo). En fin, haciendo culto al círculo de plata que rodeaba alguno de sus dedos (no recuerdo cuál), me demostró que él iba a ocupar el lugar del primer cobarde en mi vida.
El segundo.. si me habré pasado días tratando de no pensar en él. No tenía anillos visibles, por lo que se aseguró de que yo tampoco los tuviese. Tomó mis pequeñas "ataduras" y las hizo desaparecer, casi de una manera inimaginable, para liberarme de mi más sobreprotegido pasado, y hacer que mi mente quedara dispuesta a abrirse ante cualquier posible luz que apareciera. Él no tenía rulos, ni tampoco se preocupaba demasiado por cumplir con las características que parecían interesarme en el físico de los hombres. Su cuerpo era sólo la cárcel de su obstinada alma. Y yo ya no poseía anillo alguno. Nos idealizamos mutuamente, pero yo dejé de hacerlo primero. Y sin embargo, seguí a su lado. Pero un día las cosas parecieron quedar un tanto más claras que de costumbre, entonces me alejé caminando con pasos hondos y un humor despreciable, pero imposible de controlar. Desde ahí, no volví a verlo a los ojos. Y él, al descubrir que sus esquemas temblaban por primera vez en su vida, no hizo más que creerse fuera de lugar. He aquí mi segundo cobarde.

No hay comentarios: