martes, 2 de febrero de 2010

Incursionando... Siempre incursionando.

El colombiano Vargas se había despertado a las 5 de la mañana, después de que el gallo de doña Rosa marcara su cuarta campanada, entreabriendo su pequeño pico de alicate en desuso. Lo que ocurría con este buen hombre era que su ansiedad no le permitía aguardar a que el animal finalizara su tarea, por lo que le resultaba imposible generar una rutina matutina en su vida. Cada vez que escuchaba las primeras cuatro campanadas del gallo de su vecina, saltaba de la cama, sin importar qué hora fuese en realidad ni cuántas más faltasen para que sean las 7 A.m. Cabe destacar, y es imprescindible hacerlo, que el queridísimo despertador barrial cantaba toda la noche. Las teorías de los más quisquillosos del barrio afirmaban que este era un gallo inusual, casi malévolo, que disfrutaba del hecho de ver al pobre colombiano salir con anteojos oscuros, creyendo encontrarse ya con el amanecer, cuando todavía era la luna la encargada de vigilar la ciudad.
Como comencé a contar en un principio, el colombiano Vargas abandonó su cama a las 5 de la mañana con esperanzas de seducir por fin a la suerte ese día gris y fresco. Necesitaba endulzarla, persuadirla, conquistarla para que esta deseada señora con varitas mágicas en los bolsillos le concediera una vida mejor. En realidad, este colombiano ignorante estaba más que bien entrenado para lograr engañarse a sí mismo, por lo que siempre tenía ideas de ese estilo, y ya a pesar de haberse equivocado más veces de las que podía contar. La suerte, una mujer con varitas mágicas en los bolsillos… pero ¿a quién podía ocurrírsele una estupidez semejante?
Se levantó, planchó su camisa de lunes, se puso sus lentes oscuros y salió a intentar respirar un poco de aire diurno. Fue necesario que llegase a la esquina para convencerse de que no era que sus cristales se habían oscurecido de más sino que, como solía ocurrirle, todavía era demasiado temprano y, por ende, la pereza del sol extendería la noche un par de horas más. Parado en la esquina, sin nada más que hacer, se quedó contemplando la humilde casa de doña Rosa y el silencio que reinaba en ella. El gallo ya había hecho lo mejor que sabía hacer: había despertado antes de tiempo al colombiano Vargas, por lo que ahora dormía plácidamente en un arbusto, ajeno a cualquier cosa que no perteneciera a sus sueños de gallo poco mañanero. El colombiano lo miró y pensó: “No vaya a ser que este distraído se quede dormido y se olvide de cantar para despertar al resto de los vecinos”, entonces se acercó, tomó suavemente el cuello del gallo todavía dormido, que estaba cuidadosamente oculto bajo su ala izquierda, y lo giró siete veces para la derecha, para indicarle que a las 7 de la mañana debía continuar con su función. Concluido esto, se alejó muy lentamente y sin hacer ruido alguno, por miedo a desvelar al gallo. Volvió a su casa y se acostó otro rato, satisfecho por la buena acción que acababa de concebir.
Desde aquella mañana, ningún vecino del barrio volvió a levantarse, y el colombiano Vargas tampoco tuvo oportunidad de seguir dándole uso a sus costosos anteojos de sol. Lo más curioso es que jamás se supo por qué…

No hay comentarios:

Publicar un comentario