miércoles, 16 de septiembre de 2009

No puedo tragar tanto cemento.

Todavía no entiendo cuál fue el motivo que me llevó a decidir permanecer en este mundo por tanto tiempo. Recuerdo que vine de visita un amanecer y nunca más pude irme de acá. Fue raro… Tuve que esforzarme demasiado para aprender a sobrevivir y cuando creí haberlo conseguido, empecé a sentir sensaciones totalmente desconocidas para mí: escalofríos que me helaban el alma, el pelo, la saliva; temores a quedarme sin algo que amaba tener; vértigo; falta de aire; ganas de gritar, de llorar hasta el hartazgo; sabores amargos en el pecho que me decían que algo de verdad me había dolido mucho; y otra vez miedo… Miedo a saltar, a avanzar, a retroceder, a ser. A pesar de todo eso, me quedé en este mundo, y me alejé de la calle de donde yo venía; la abandoné… Pobre de mi calle, pobre del mundo que dejé atrás para vivir en este encierro al aire libre...
En mi calle la vida era otra cosa, las palabras decían otras cosas. Recuerdo que llegar a la esquina Soledad y Nostalgia era algo tan lindo… Uno iba caminando solo por mi calle y era feliz, seguía avanzando, cruzaba mil esquinas aun caminando solo y seguía siendo feliz. Por estar acostumbrada a ese tipo de cuestiones fue que lloré por primera vez en este mundo: salí caminando sola de mi nueva casa, transitando una calle desconocida pero creyendo que era igual que mi calle; sólo fue necesario llegar a la esquina para notar el peso que llevaba en mis hombros, la falta de ganas de seguir caminando, el dolor punzante en el pecho que me decía que estaba sola y que eso era malo. ¿Cómo podía ser malo caminar sola hasta la esquina en este mundo, con lo lindo que se sentía atravesar las mil esquinas que componían mi calle sin más compañía que mi sombra? Y eso no fue nada; el dolor creció aun más cuando entendí que iba a tener que acostumbrarme a sentir esas sensaciones traicioneras y ya no me iba a ser tan fácil sonreír y ser feliz como cuando habitaba en el mundo que sí me pertenecía. Pero claro, tenía que pagar el derecho de piso acá, como en todas partes.
Hace unos días me escapé un tiempo (no sé cuánto porque en el mundo que sí me pertenece el tiempo no se mide con números) para visitar mi calle. Sabía que no iba a poder irme de este mundo para siempre, pero tenía ganas de verla, de caminar sola allá y ser, de igual manera, feliz; de llorar al escuchar que en la habitación de algún vecino sonaba “Muchacha, ojos de papel” y verme deseando ser esa muchacha corazón de tiza que ya no tiene necesidad alguna de seguir corriendo; de tener la certeza de que un tipo que lee poesías es un buen tipo. Tenía tantas ganas de ver a mi querida calle, de sentir su calidez, sus brazos, su olor a vida… Me escapé de este encierro y fui hasta ella; he aquí la desilusión más grande de toda mi existencia. Mi calle ya no era una simple calle de barrio, alguien me la había robado para ponerle un disfraz que no le quedaba para nada bien. Era ahora una enorme avenida repleta de comercios inútiles, sin vida, sin colores. Donde antes salían de las ventanas versos de Benedetti, ahora había un negocio que vendía temores; donde antes Spinetta saludaba al pequeño ser, ahora había que entregar dinero para comprar utopías; y ni hablar del puestito donde antes uno se sentaba a leer a Oliverio Girondo y el tiempo parecía detenerse en mil atardeceres juntos, sí, ahora había que alejarse de ese sitio para no sentir un vértigo arrasador y despiadado. Pobre de mi calle, miren en lo que estos hombres y mujeres de mierda la convirtieron… Miren en lo que nosotros nos convertimos...

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