lunes, 1 de junio de 2009

Semanas sin fin.

Era una noche de un día no hábil, en la que para salir a la calle todos necesitaron de un buen motivo. Yo, que nunca supe distinguir entre la relatividad de las palabras, ahí andaba; transitando derroteros que no llevaban a ninguna parte, sin más compañía que mi bolso olvidado en el asiento de al lado – como si de verdad lo considerara mi fiel copiloto mientras desempeñaba el menesteroso papel de conductora-.
Recuerdo que me detuve varias veces en lugares insólitos, como amagando haber encontrado el sitio ideal para degustar otro de mis cigarrillos húmedos, y volví a emprender viaje nuevamente, segundos después de haber estancado el motor de mi camioneta. Circulaba como perdida entre la niebla, sin pertenecer a ningún paisaje, pero aguardando la llegada de algo que –todavía- no consigo definir. Sentía adentro mío esa necesidad de hacer cosas que sólo me invade cuando llega la noche y el cielo está calmo. Pero, paradójicamente, en esa ocasión llovía, y la ciudad invernaba complacida. ¿Qué hacía yo con ganas cuando no era necesario que las tuviera? Bien podría haberme quedado abandonada en un sillón, rechazando los mates de un mal cebador pero buen compañero. Pero no, esa noche fue mejor dejar todo y salir a buscar melancolía por ahí. Deseaba sentirme disgustada por la decisión que acababa de tomar, pero eso nunca sucedió. Es más, estaba radiante, serena, majestuosa; nada podía acabar con el placer que me provocaba vivir en ese momento. Pero mi razón estaba aun conmigo, y es una de esas enemigas verdaderamente despreciables que intentan desquiciarte a cada momento para que reacciones y te partas la cabeza contra la pared más dura que encuentres, una, dos, mil veces, hasta ya no tener qué deteriorar. Y tanto insistió que la escuché. Al instante, me encontré atendiendo el llamado que había rechazado durante toda la semana y aceptando, con una mueca de desconformidad en mi cara, la propuesta de pasar otra noche lejos de mí. Sólo recuerdo que mi cordura se fue a un bar y yo me quedé más vulnerable que de costumbre, compartiendo mi cuerpo, mis sonidos, mis gestos con otro de los tantos números que la vida denomina personas. Mi cuerpo estaba ahí, sí. Pero mi verdadero yo seguía manejando bajo la lluvia, intentando serse fiel inútilmente, saboreando el licor del olvido…

Fracasé una vez más en mi intento de ser fuerte, y ya no sé cómo mirarme al espejo. Soy una perfecta adversaria de mí misma.

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