domingo, 7 de junio de 2009

Coincido con vos.

Últimamente todo tiene que ver con todo. Las coincidencias aterrizan a diario en mi vida y yo disfruto señalarlas con el dedo; es más, deseo encontrarlas en cada situación. Alguna que otra vez se hacen esperar y mi ansiedad de creerme una mina inteligente me desborda, pero cuando llegan… ¡Cuando llegan es carnaval! Mi sexto sentido se regocija de satisfacción y el día, de repente, adquiere valor.
Intercambiando historias con una vieja conocida, resurgió de las tinieblas de mi memoria una anécdota que, en su momento, no fue más que un motivo de burla para todos los imbéciles que estábamos presentes. Éramos un puñado de pendejos que andábamos siempre juntos perdiendo el tiempo. Los más centrados nos manteníamos últimos, mientras que los insoportables graciositos encabezaban las hileras, y se encargaban de desquiciarnos en cada salida. De no haber sido porque carecíamos totalmente de organización, hubiésemos sido las figuritas repetidas de aquél verano; pero todos, aunque sin notarlo, estuvimos de acuerdo en dejarles el puesto a otros más imbéciles que nosotros. En fin… Una noche estábamos todos juntos en el cumpleaños de alguien que prefiero no recordar y, ya aburridos de los buenos modales, los punteros comenzaron a depositar sus falencias en los demás invitados.
- Miralo al gordo esperando la torta. ¡No piensa en otra cosa el loco ese!
- Dejalo, pobre gordo, se consuela comiendo. Si no levanta ni polvo… - Y las risas se esparcían por el garaje- comedor.
Yo me recuerdo muy absorta en mis pensamientos, sin intervenir en nada, pero dejando escapar de a ratos alguna risita ahogada. No acotaba, pero era tan culpable como ellos. El gordo recibió algunas críticas más, y mis compañeros de entonces se sintieron satisfechos de su viveza. Sin embargo, el gordo era muy poca cosa para pasarse el resto de la noche hablando de él, así que resultaba de vital importancia encontrar otro chivo expiatorio. Unos minutos reinó el silencio en el grupete, hasta que el más despierto dijo:
- Y el flaco ese ¡qué se cree que tiene al lado! Mirá… mirá cómo la abraza. No la deja en paz ni un minuto.
- Bueno, la mina no es la gran cosa, pero él… Miralo a él. Encima de pesado, feo- Acotó la dama más hermosa del lugar que, dicho sea de paso, también disfrutaba mucho hablar de los demás.
Cuando vi de quiénes se trataba, no pude evitar escupir una risita. Era cierto, esos dos no se separaban nunca. Él era un chico del montón: morocho, ojos oscuros, cara de nunca entender nada. Ella emanaba simpleza también, pero de una manera distinta. Parecía que siempre esperaba algo que la sorprendiera de su novio y, aun después de mucho tiempo juntos, seguía sonrojándose cuando él la besaba o susurraba palabras en su oído (cosa que ocurría con muchísima frecuencia, como bien lo habían notado mis amigos).
- A que no te animás a preguntarle por qué la quiere tanto- Le propuso la dama más hermosa del lugar al más despierto, no sé si con un tono burlesco o esperando realmente que lo haga. Pero este indocto, envalentonado por las ovaciones de todos nosotros, se acercó a la feliz pareja que, seguramente, cuchichiaba alguna intimidad y, dirigiéndose a quién llevaba los pantalones de la relación, dijo:
- Acá con mis amigos tenemos una gran intriga que solamente vos podés sacarnos – El muchacho levantó la vista con amabilidad; pero, presintiendo que iba a ser necesario adoptar una actitud defensiva al instante, se separó de su novia y lo miró directamente a la cara. “Te escucho”, le dijo. El más despierto notó el cambio en el otro y cuando habló, lo hizo ya sin burla alguna en la voz. No sé si los demás lo percibieron, pero yo me di cuenta de que ya no sentía ganas de preguntarle nada. De todos modos, para ser más hombre todavía, nos miró y luego volvió la vista al entrevistado de la noche.
- ¿Por qué la querés tanto, chabón?- dijo, y su voz recuperó la fuerza y la viveza de siempre.
Una ola de carcajadas estalló en el lugar; incluso recuerdo yo también haber simulado que me causaba mucha gracia la desfachatez de mi amigo. El entrevistado, entre tanto, seguía con su cara de nunca entender nada. Pero, igualmente, nos miró a todos, luego fijó la vista en el más despierto y respondió:
- La quiero tanto, como decís vos, porque ambos sabemos que cualquiera puede ofrecerle más que yo; pero, sin embargo, ella elige abrazarme a diario.
Los estúpidos rompimos en carcajadas aun más forzadas que la primera, y el señor y su novia se fueron, dejándonos como el puñado de imbéciles que siempre fuimos. Nosotros éramos los que no entendíamos nada, pero nos daba igual.
El cumpleaños terminó y todos nos olvidamos del asunto. Es posible que mis compañeros de entonces nunca lo hayan vuelto a recordar. No lo sé, porque hace tiempo que ya no soy desquiciada por los primeros de la fila mientras camino mirando sus espaldas. Pero yo sí lo hice. Y en el momento en que lo compartía con esta vieja conocida que nombré en un principio, reparé en el hecho de que hacía unos momentos me había cruzado con la versión ya casi adulta del entrevistado de hace unos cuatro años atrás. No sé si aún conserva su expresión de nunca entender nada ni tampoco si sigue con la mujer de aquel entonces, pero estoy segura que le fue mucho mejor que a nosotros, los vivos.


NOTA: Este es uno de esos textos en que el lector ideal está bien reconocido. Para el resto, puede que sea tan trivial como saber quién es el lector al que me refiero.

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