viernes, 12 de junio de 2009

Libertina soledad.

Había sido una noche larga, de esas de las que cuesta recuperarse, y en eso andaba el gran artista en el mediodía de otro lunes del montón. La soledad del día anterior lo había dejado sin fuerzas. Sentía su cuerpo demasiado liviano, como si hubiese dejado olvidada una parte de él en su mesita de luz, junto a la botella de whisky importado -ahora vacía, por supuesto-. Caminaba por las veredas repletas de la ciudad de Rosario cuidándose de que nadie más que él se percatara de su liviandad, dando así rienda suelta a los potros salvajes de su paranoia. Creía recordar que había abandonado su puesto de amo de casa para dirigirse hacia un lugar en particular, pero le costaba horrores ubicar el sitio en el mapa de su mente, por lo que seguía avanzando en línea recta sin reparar en el hecho de que no tenía la menor idea de dónde iba a cesar su trayecto.
Llevaba cuadras y cuadras tarareando la última melodía que había compuesto para compartir con el resto de los integrantes de su precaria bandita. Porque eso es lo que eran ese puñado de bohemios sin futuro a los ojos de la gente seria, una insignificante bandita. Pero lo que pensaran los demás de ellos, al gran artista le daba igual. Él era uno de esos hombres que saben realmente ver, y no que se conforman con sólo mirar por arriba del hombro ajeno, como la mayoría.
Como estaba diciendo, este buen hombre llevaba cuadras y cuadras tarareando su última melodía, tan ensimismado como le era posible, escuchando todo y percibiendo nada a la vez. En un momento casi cae de rodillas al piso, al tropezar con una baldosa levantada de la que no se hubiese percatado si ésta no hubiese atentado contra el dedo gordo de su pie izquierdo. Se dio vuelta para maldecir a la inerte agresora y entonces distrajo su atención el ruido de una puerta al abrirse, seguido del suave murmullo que cantó en sus oídos unos segundos después. Lo primero que vio, al reparar en quienes estaban abandonando un negocio de cacharros viejos, fue una melena oscura, más enmarañada que la suya.
Detenido en medio de la nada embaldosada, clavó su vista en la portadora de los ojos más negros que había contemplado hasta ese entonces -ojos que combinaban a la perfección con la melena de sus sueños-. La mujer que acababa de interrumpir sus maldiciones, al abrir la puerta del negocio de cacharros viejos para salir al vacío mundo de los artefactos siempre nuevos, parecía estarlo mirando también y este hecho lo extasió.
Durante unos instantes el gran artista fue otra persona. Le habló por primera vez a la mujer de su vida, le contó de su existencia, hasta la invitó a quedarse con él para siempre y a ocupar el lado derecho de su cama cada noche. Dijo tantas cosas que ni él podía creerlo y sonrió muchas veces, se rió a carcajadas de su suerte. Abrió la boca como si fuera a decir algo más, pero no pudo pronunciar palabra alguna porque la realidad vestida de multitud lo empujó hacia la calle y un mal conductor, tan sorprendido como él, liberó su alma para siempre.

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