domingo, 15 de marzo de 2009

Confesiones de una puta con clase (Nuevo fragmento).

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Como lo había presentido, es una tarde asquerosamente primaveral. Los púberes deambulan por las calles abarrotadas de vendedores, dispuestos a dejarlos sin un centavo en el bolsillo. Mientras cruzo por una gran avenida, de la que jamás me acuerdo el nombre exacto, una canción de los 70 que siempre me gustó mucho se viene a mi mente, y camina conmigo aislándome del tedio de una ciudad con ganas de vivir. En verdad todavía no sé a dónde ir primero. No me importa demasiado el nuevo barrio en el que vaya a vivir, pero tengo la idea de abandonar los edificios con departamentos a estrenar, para mudarme a una casa; grande o pequeña, me da igual. Pero que sea una casa, con vecinos a distancias más prolongadas y sin conserjes físico culturistas que me obliguen a guiarme por mis peores instintos y, por ende, cambiarme a un nuevo sitio al poco tiempo de llegar. Además, me gustaría contar con un patio lo bastante cómodo como para pasar el rato los días de lluvia; mirar por la ventana cómo todo se empapa y estar totalmente seca del otro lado del vidrio, no es justo. Espero que ni bien me instale, se largue un buen chaparrón, que me sirva como la bienvenida que jamás tuve en ningún lugar.
Recuerdo que una vez, antes de aterrizar acá en Rosario, me hospedé un tiempo en un hotel de Buenos Aires. No era solamente costoso por los hombres que deambulaban los pasillos, sino que tenía algo particular y fascinante que lo diferenciaba y lo hacía estar por encima de los demás. Quizás para cualquier huésped el lugar sólo era caro por la ubicación, o por el buen servicio de limpieza o, para los exigentes, por las camas de agua y los hidromasajes que había en cada dormitorio; pero a mí eso me importaba tan poco como que mis cuadros no se vendieran. Lo que realmente me embrujó de allí fue el patio, desprovisto de cualquier objeto artificial para cobijarse. Según me habían contado, la dueña de este hotel había tenido tendencias hippies o algo así, y adoraba lo natural. Conociendo ya en demasía a sus posibles huéspedes (no más que señoras con la nariz parada y el culo operado, o gays desesperados que pretendían no ser discriminados por el ancho de sus bolsillos), imaginó que el jardín no sería más que un espacio reglamentario y común como en cualquier hotel, que estaría sólo de adorno; y dedicó una gran porción del terreno para cultivar sus semillitas. Por supuesto, estaban bien disimuladas, por si algún curioso ignorante pretendía hacer problemas al respecto. Pero yo sabía bien en presencia de qué planta estaba, y me emocioné. Me pasé días, casi todos los que estuve en esa ciudad, contemplando por las noches ese hermoso paisaje de hojas prohibidas pero deliciosas. Por supuesto que lo hacía silenciosamente, sentada bajo unos enormes árboles cuyo nombre no conocía, y que servían de sombra en los días soleados. Jamás se me ocurrió tocarlas, ni acercarme demasiado; temía quitarles la magia que les proveía su dueña. Eran mis intangibles compañeras nocturnas, cuando el insomnio se empecinaba en pasar la noche conmigo; hasta creo que les prometí volver alguna vez.
Esta experiencia de unos días me hizo comprender que tenía un lado vulnerable y que las pequeñas cosas del mundo eran las que lograban levantarlo de la cama, aun en sus períodos invernales más profundos. Y en honor a este descubrimiento, voy a plantar marihuana en el patio de mi nuevo hogar. A veces deliro con convertirlas en mis confidentes y acompañarlas cuando la lluvia les moje la cara. Si Exupery le dio a una simple rosa el crédito suficiente para enseñar a un niño el significado de lealtad y algo sobre la importancia de la autenticidad, yo podía soñar con contarle aventuras a mis caprichos.

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