domingo, 10 de mayo de 2009

Cristalidad.

El que quisiera corroborarlo, sólo tenía que entrar por una puerta desgajada y dirigir la mirada hacia una pequeña y roñosa mesita de madera, igual a otras diez en el lugar. Al hacerlo, podría ver con sus propios ojos al gran artista, sumido en el ensimismamiento más profundo que se había visto en un sitio como aquel, hasta esa noche. Una música mediocre de fondo, un cenicero vacío y dos sillas ocupadas a su lado eran su única compañía, aunque el bar estuviera más repleto que de costumbre.
Nada parecía lo suficientemente potente como para retenerlo en su silla pero, a la vez, sus ganas no tenían ganas ni de levantarse. Él mismo se admiraba de su paciencia, a veces. Estaba todavía ahí, sentando, esperando algo que, con seguridad, nunca llegaría. Sabía, era innegable, que no iba a conseguir de ese ambiente lo que realmente deseaba, pero siempre quería darle nuevas oportunidades, una y otra vez, y por eso ahí seguía… inmóvil. Simulando ser un imbécil paciente, fijaba la vista en un punto cualquiera e, inventando una expresión de total concentración, le abría la jaula a su mente para que llegara lejos; y su maldita conciencia cavaba bien hondo, hasta creerlo agonizando. Al otro día, sólo quedaría un leve olor a cigarrillos baratos como único recuerdo de tan aburrida noche; y, por suerte, podría estar tan solo como quisiera.
Casi a media tarde del día después del ayer, su pecho respiraba algo menos que canciones sin alma, y la razón era todo menos razón.
"¡El infinito es una terrible mentira!" - pensó - y notó que su remera ya le iba demasiado chica.

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