jueves, 18 de marzo de 2010

Pero no tendrá tus ojos.

El sillón no era más que un trozo de madera inaccesible, el escritorio, un absurdo desorden, y su cuerpo, un vapor inmundo y denso, insoportable para cualquier humano con principios. Hacía más de tres horas que aguardaba, tenso e inmóvil, inmerso en pensamientos incalculables. No sabía por qué había decido sentarse en esa habitación oscura y asechante, teniendo tantos otros sucuchos más cálidos donde morir en paz, pero a esa altura, nada podría alterar su suerte.
Nadie estaba enterado de su paradero actual, le temía a cualquier tipo de atención, aborrecía cualquier síntoma de compasión y no podía estar más enamorado de la muerte. Lo erotizaban su piel clara, casi pálida, su aliento gris y el manto de vacío que recubría su contextura física. Era el ser más bello que jamás había sentido cerca, el único al que habría de dedicarle una espera tan extensa.
La vida había sido para él una eterna indiferencia, una cúpula cargada de sentimientos demasiado veraces para su gusto. Según decía, la asquerosa vitalidad le había impedido ser. Nadie jamás comprendió esa frase suya, pero tampoco nadie dudó de su veracidad. Bastaba con verlo caminar para entender su calvario, con clavar la mirada en sus ojos para conocer la soledad. Sólo era preciso escucharlo un instante para notar el desprecio hacia cualquier ser viviente que albergaba su mente.
Mil veces había intentado arrancar de su pecho aquella necesidad loca que lo embriagaba, pero anhelaba con el alma ser dueño de esa piel clara con la que soñaba despierto, hundirse en la nada de esa boca fría, y respirar profundamente ese aliento denso que, en sus largos desvaríos, le erizaba la piel, los huesos, la vida.
Tres eternas horas de espera llevaba sentado, inmóvil, temblando de ansiedad y de lujuria, imaginándose en los frágiles brazos de su desgraciada, hundido en su pecho, respirando el hedor de la nada, alcanzando mil veces el placer. La muerte vendría a buscarlo, de eso no tenía duda alguna; llegaría en cualquier momento, vestida de negro luto, ardiente, ansiosa también por acudir a esa cita acordada con tanta anterioridad. En el minuto menos pensado, vendrá para ser mía –se decía el hombre en voz muy baja-, y esperaba...
Seguía dándose esperanzas por lo bajo cuando la única puerta de la inmunda habitación en la que se encontraba se abrió suavemente, y un aroma a nostalgia recorrió los rincones y se posó en su pecho. Inmediatamente, el hombre de cabello oscuro cerró los ojos y le regaló una frase al aire. La recién llegada dama se sentó cómodamente frente a él y, al interactuar unos instantes, lo desilusionó para siempre. Su dama del alba, su musa, su hermosa y sensual muerte, no era ni más ni menos que otra muerte. Una muerte estúpida, como todas las demás muertes a las que se había entregado…