lunes, 28 de diciembre de 2009

Eduardo Galeano.

Sueñan las pulgas con comprarse un perro y sueñan los nadies con salir de pobres, que algún mágico día llueva de pronto la buena suerte, que llueva a cántaros la buena suerte; pero la buena suerte no llueve ayer, ni hoy, ni mañana, ni nunca, ni en lloviznita cae del cielo la buena suerte, por mucho que los nadies la llamen y aunque les pique la mano izquierda, o se levanten con el pie derecho, o empiecen el año cambiando de escoba.
Los nadies: los hijos de nadie, los dueños de nada. Los nadies: los ningunos, los ninguneados, corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos, rejodidos. Que no son, aunque sean. Que no hablan idiomas, sino dialectos. Que no profesan religiones, sino supersticiones. Que no hacen arte, sino artesanía. Que no practican cultura, sino folklore. Que no son seres humanos, sino recursos humanos. Que no tienen cara, sino brazos. Que no tienen nombre, sino número. Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local.
Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata.

lunes, 14 de diciembre de 2009

La desgraciada.

El luto era el atuendo que mejor le sentaba, aunque no por acumular pérdidas, sino por su funesta actitud hacia la vida. Si en el cielo nacía un ejército de colores cálidos, esta desgraciada se encargaba de entristecerlo, de quitarle el brillo, el aliento, la misteriosa paleta de sensaciones que lo invadía; de volverlo gris y sombrío, como ella. No sentía amor por nada que se movilizase en dos patas. El reino animal era lo suyo.
Muchos creemos que su mayor deseo era convertirse en perra, para estrangular una a una las pulgas que, más inocentes que el viento, se posasen sobre su lomo.
Su hobbie era presentarse en los velorios de sus enemigos y montar un monólogo desquiciado, irritando de esa manera a todos los presentes; hasta que notaba la indignación en sus ojos y un aire de estupor le recorría el cuerpo, dándole el placer de miles orgasmos juntos. Daba asco verla transitar las veredas del mundo, quitándole belleza a cada centímetro de vida esparcido por ahí, borrando las descaradas sonrisas de los recién llegados en brazos de sus progenitores, devorando el entusiasmo de los enamorados repletos de tiempo de ocio. Era insoportable ver su silueta cargada de desprecio, meneando las flojeras por el cosmos, expectante, aguardando el momento menos oportuno para esparcir su idiota hipocresía entre los dolores ajenos. Era una verdadera hija de puta, carente de cualquier tipo de virtud y de sosiego.
No es necesario que se queden únicamente con mi palabra, salgan a las calles, interroguen sobre su persona, investiguen su nombre, su no-vida, los sitios en los que causó estragos emocionales, las casas fúnebres que llevó a la quiebra por haber provocado lágrimas de compasión hasta en sus propios dueños, vayan y recopilen toda la información necesaria; las pruebas de todo están a la vista.
Les juro que soy una persona completamente humana, sin rastros de maldad o de dobles intenciones. Mi rectitud hacia el emblema de la justicia es una de mis mayores virtudes, y jamás faltaría a la verdad al tratarse de un caso semejante. Pero no pude evitar irritarme aquella noche, fue algo que sobrepasó todos mis límites. Más de cien caras destruidas por el dolor de otra pérdida, por el vacío de entender que cada vez quedaban menos miembros de su clan respirando olor a vida; llantos, lamentos, autoestimas en estados insuperables de melancolía; desórdenes humanos de sentimientos… y ella, ella metida en medio de todo, montando nuevamente su monólogo hipócrita entre esa gente inocente, dolorida, vulnerable. No pude, señores; conté mil veces hasta mil, apreté los puños, intenté pensar en otra cosa, pero no pude. Mis principios no supieron aceptar semejante suceso, imaginensé.
Pensé varias veces todo, racionalicé hasta la última gota de sentido común que habitaba en mi ser, y volví a mirar a los presentes, tan acobardados, tan destrozados, tan invadidos por esa injusticia de otros mundos... Mis ojos se perdieron en el vacío luego de esta última acción, ya no pensé más; estaba totalmente segura de lo que tenía que hacer. Una fuerza que no provenía de mi interior, sino de un infinito todavía no descubierto, me sacó de un salto de mi asiento, me acerqué sin mirar atrás y lo hice: con la punta de la pluma que uso a diario para tomar apuntes, penetré incontable veces al montículo de grasa que tenía en frente; cerré los ojos y clavé mi péndola en cada metro de su condenado ser. La sangre violácea de esa desgraciada me manchó la ropa y todo lo que había a su alrededor, pero no me detuve; incansablemente seguí atacándola, punzando su asqueroso cuerpo, desquiciada, pero apacible. De pronto sentí una suave mano que se apoyaba sobre mi hombro, no me pareció necesario girar la cabeza para saber a quien pertenecía, pero entendí al instante que era el aviso que, inconscientemente, había estado esperando; mi trabajo había terminado.
Abrí los ojos, vislumbré el enorme cuerpo -¡por fin!- inerte, descubrí la paz en la mirada de todos los presentes y me sentí feliz. Comencé a caminar con pasos tranquilos hacia la salida de la sala velatoria en que nos encontrábamos, salí a la calle y avancé sin detenerme hasta aquí, abrí la puerta, entré, dejé mi pluma teñida de sangre sobre el escritorio de la recepción y, con mi voz tranquila de siempre, resumí en cuatro palabras mi declaración provisoria. Al ver la cara de asombro del encargado de la recepción, me pareció propicio repetirla, para que no quedase duda alguna. “Maté a mi prima”- dije nuevamente. Y tomé asiento.

martes, 8 de diciembre de 2009

Te estoy verseando.

El andén en que dormimos abrazados tantas noches,
donde la nostalgia se descascaraba en las hojas secas de algún almendro,
en el que pedíamos deseos a los durmientes, a las vías, a los canteros,
para luego mirarnos y entender que no había nada más que deseáramos.
El andén donde los viejos vagones, presos del óxido y de la intemperie,
nos espiaban silenciosos,
donde comprábamos pasajes para no irnos jamás,
donde mojábamos pañuelos, versos y sonidos,
ajenos a la vejez y al tiempo,
donde las dimensiones eran planas si dejábamos los pies en el suelo,
donde permanecimos ausentes tantas veces,
acariciándonos con los susurros que nunca nos dijimos.
El andén de las cosas encontradas,
del aroma a poesía y a canción,
de los primeros planos,
de la risa fácil.
El andén donde los cuerpos se buscaban, se mezclaban, renacían,
donde garabateábamos sueños en los postigos de nuestros escasos años,
donde hacer el amor significaba permanecer callados,
donde los mitos eran la pura verdad.
El mismo andén donde esa noche oscura, casi primaveral,
esquivé tus ojos y apreté los dientes,
inmersa, por vez primera, en el tiempo, el espacio y las dimensiones.
El mismo andén en el que un parpadeo me arrebató tu mano.
El mismo andén en el que ese día amaneció antes de tiempo.
El mismo andén en el que me quedé sin vos.

Ese mismo andén… ahora de nadie.