lunes, 29 de junio de 2009

Así empezó todo.

Hace unos días advertí, por fin, que ya no todo estaba bien como estaba. Nunca había tenido certeza, de todas maneras, de que las cosas estuvieran bien. Sin embargo, en un instante la tuve, pero de la parte negativa: descubrí, muy a mi pesar, que me encontraba en una horrible meseta. Una meseta de esas con todas las letras, que no van ni para atrás ni para adelante. Y me asusté. Pero después sentí algo mucho peor que el miedo, me di vergüenza de mí misma. Y pensando, o queriendo creer, que nadie más que ese fiel seguidor del destino lo había notado, callé. Me quedé un rato quieta, como para no “levantar la perdiz” y que los demás no descubrieran lo mediocre que yo misma había llegado a ser. Entonces, en ese estado inerte, mis horas se esfumaron pisando fuerte, pero no quise escuchar sus pasos. Cuando desperté, ya no había nadie. O si, por una de esas casualidades, sentí alguna presencia, no dudé en ignorarla. Y es que estaba perdida. Él me había prometido enseñarme tantas cosas y, cuando quise aprender, ya se había ido. Se había escapado de no sé qué.
Fui yo la que tardé en hacerle notar que estaba aprendiendo y por eso no lo supo. Podrán imaginar lo que fue para mí ver que él se estaba rindiendo sin siquiera haber comenzado a luchar. Pensé en hacerlo yo también, pero algo me lo impidió. Fue el mundo; el desértico e ignorante mundo del que yo odiaba formar parte. “Si me rindo, voy a terminar como mi detestable entorno”, pensé. Y la sola idea de ésto dio vuelta mi cabeza.
Era hora de ingeniármelas para quebrar el precioso y nocivo cristal que me envolvía desde siempre. Y no es que no me hiciera las cosas más fáciles o gratas vivir dentro de él, pero, como dije antes, ya no todo estaba bien. Me sentía tan impotente y triste al ver que todo en la vida era tan relativo; me dolía tanto verme tan sola y tan acompañada (o rodeada) a la vez. Y es que habitaba un desierto de significados, de gente. Nada de lo que tenía sentido para mí, lo tenía para el resto. Y eso que yo me esforzaba en mostrarles mi cielo, pintado con diez mil lunas. Pero nadie las veía, ni siquiera a una de ellas. Me hubiese gustado tanto que alguien me venga a hablar de amor, que alguien intente convencerme de que de verdad es algo que vale la pena. Pero nadie se acercó, ni siquiera me lo gritó de lejos. Bajé la cabeza, decepcionada de todo, y seguí. ¡Qué feo fue descubrir que viví toda mi vida una mentira! ¡Qué feo que era verlo poner excusas a él -justamente a él- que había sido el elegido para lograr en mí lo que su antojo le dictase!
¡Qué feo era verlo “apartarse del mundo para no contaminar a nadie”! Y qué feo era, sobretodo, que yo formara parte de ese mundo...
Es que yo me había esforzado tanto por rechazarlo, por no quererlo, por cansarlo. Y él se había esforzado tanto por demostrarme que todos mis intentos de alejarlo no servirían de nada, que ahora me sentía demasiado decepcionada al vernos escapar uno del otro.
Estúpido destino que pretende llamar la atención y hacerse notar todo el tiempo. Como si alguien fuera a tratar de ignorarlo. Hasta eso me había salido mal. Pero tenía un punto a mi favor: había abierto los ojos. Y eso no era poca cosa. El mundo estaba a mis pies -y lo está- dispuesto a que haga o deshaga a mi antojo. Y yo estoy dispuesta a ganarme las cosas. Y a saborearlas, sin títulos…



NOTA: Hurgando en las tinieblas de mi memoria -entre mis escritos- encontré este texto. Recuerdo haberlo hecho para que alguien lograra ponerse en mis zapatos. Me guió para plantearme un nuevo objetivo que hasta ese entonces me daba igual: que los demás entiendan lo que quise decir.
No recuerdo la fecha exacta, pero debe tener alrededor de un año.

miércoles, 17 de junio de 2009

Oliverio Girondo.

No sé, me importa un pito que las mujeres tengan los senos como magnolias o como pasas de higo; un cutis de durazno o de papel de lija. Le doy una importancia igual a cero, al hecho de que amanezcan con un aliento afrodisíaco o con un aliento insecticida. Soy perfectamente capaz de soportarles una nariz que sacaría el primer premio en una exposición de zanahorias; ¡pero eso sí! -y en esto soy irreductible- no les perdono, bajo ningún pretexto, que no sepan volar. Si no saben volar ¡pierden el tiempo las que pretendan seducirme! Esta fue -y no otra- la razón de que me enamorase, tan locamente, de María Luisa.
¿Qué me importaban sus labios por entregas y sus encelos sulfurosos? ¿Qué me importaban sus extremidades de palmípedo y sus miradas de pronóstico reservado? ¡María Luisa era una verdadera pluma!
Desde el amanecer volaba del dormitorio a la cocina, volaba de comedor a la despensa. Volando me preparaba el baño, la camisa. Volando realizaba sus compras, sus quehaceres...¡Con qué impaciencia yo esperaba que volviese, volando, de algún paseo por los alrededores! Allí lejos, perdido entre las nubes, un puntito rosado. "¡María Luisa! !María Luisa!"... y a los pocos segundos, ya me abrazaba con sus piernas de pluma, para llevarme, volando, a cualquier parte.
Durante kilómetros de silencio planeábamos una caricia que nos aproximaba al paraíso; durante horas enteras nos anidábamos en una nube, como dos ángeles, y de repente, en tirabuzón, en hoja muerta, el aterrizaje forzoso de un espasmo.
¡Qué delicia la de tener una mujer tan ligera..., aunque nos haga ver, de vez en cuando, las estrellas! ¡Qué voluptuosidad la de pasarse los días entre las nubes... la de pasarse las noches de un solo vuelo!Después de conocer una mujer etérea, ¿puede brindarnos alguna clase de atractivos una mujer terrestre? ¿Verdad que no hay una diferencia sustancial entre vivir con una vaca o con una mujer que tenga las nalgas a setenta y ocho centímetros del suelo?
Yo, por lo menos, soy incapaz de comprender la seducción de una mujer pedestre, y por más empeño que ponga en concebirlo, no me es posible ni tan siquiera imaginar que pueda hacerse el amor más que volando.

viernes, 12 de junio de 2009

Libertina soledad.

Había sido una noche larga, de esas de las que cuesta recuperarse, y en eso andaba el gran artista en el mediodía de otro lunes del montón. La soledad del día anterior lo había dejado sin fuerzas. Sentía su cuerpo demasiado liviano, como si hubiese dejado olvidada una parte de él en su mesita de luz, junto a la botella de whisky importado -ahora vacía, por supuesto-. Caminaba por las veredas repletas de la ciudad de Rosario cuidándose de que nadie más que él se percatara de su liviandad, dando así rienda suelta a los potros salvajes de su paranoia. Creía recordar que había abandonado su puesto de amo de casa para dirigirse hacia un lugar en particular, pero le costaba horrores ubicar el sitio en el mapa de su mente, por lo que seguía avanzando en línea recta sin reparar en el hecho de que no tenía la menor idea de dónde iba a cesar su trayecto.
Llevaba cuadras y cuadras tarareando la última melodía que había compuesto para compartir con el resto de los integrantes de su precaria bandita. Porque eso es lo que eran ese puñado de bohemios sin futuro a los ojos de la gente seria, una insignificante bandita. Pero lo que pensaran los demás de ellos, al gran artista le daba igual. Él era uno de esos hombres que saben realmente ver, y no que se conforman con sólo mirar por arriba del hombro ajeno, como la mayoría.
Como estaba diciendo, este buen hombre llevaba cuadras y cuadras tarareando su última melodía, tan ensimismado como le era posible, escuchando todo y percibiendo nada a la vez. En un momento casi cae de rodillas al piso, al tropezar con una baldosa levantada de la que no se hubiese percatado si ésta no hubiese atentado contra el dedo gordo de su pie izquierdo. Se dio vuelta para maldecir a la inerte agresora y entonces distrajo su atención el ruido de una puerta al abrirse, seguido del suave murmullo que cantó en sus oídos unos segundos después. Lo primero que vio, al reparar en quienes estaban abandonando un negocio de cacharros viejos, fue una melena oscura, más enmarañada que la suya.
Detenido en medio de la nada embaldosada, clavó su vista en la portadora de los ojos más negros que había contemplado hasta ese entonces -ojos que combinaban a la perfección con la melena de sus sueños-. La mujer que acababa de interrumpir sus maldiciones, al abrir la puerta del negocio de cacharros viejos para salir al vacío mundo de los artefactos siempre nuevos, parecía estarlo mirando también y este hecho lo extasió.
Durante unos instantes el gran artista fue otra persona. Le habló por primera vez a la mujer de su vida, le contó de su existencia, hasta la invitó a quedarse con él para siempre y a ocupar el lado derecho de su cama cada noche. Dijo tantas cosas que ni él podía creerlo y sonrió muchas veces, se rió a carcajadas de su suerte. Abrió la boca como si fuera a decir algo más, pero no pudo pronunciar palabra alguna porque la realidad vestida de multitud lo empujó hacia la calle y un mal conductor, tan sorprendido como él, liberó su alma para siempre.

domingo, 7 de junio de 2009

Coincido con vos.

Últimamente todo tiene que ver con todo. Las coincidencias aterrizan a diario en mi vida y yo disfruto señalarlas con el dedo; es más, deseo encontrarlas en cada situación. Alguna que otra vez se hacen esperar y mi ansiedad de creerme una mina inteligente me desborda, pero cuando llegan… ¡Cuando llegan es carnaval! Mi sexto sentido se regocija de satisfacción y el día, de repente, adquiere valor.
Intercambiando historias con una vieja conocida, resurgió de las tinieblas de mi memoria una anécdota que, en su momento, no fue más que un motivo de burla para todos los imbéciles que estábamos presentes. Éramos un puñado de pendejos que andábamos siempre juntos perdiendo el tiempo. Los más centrados nos manteníamos últimos, mientras que los insoportables graciositos encabezaban las hileras, y se encargaban de desquiciarnos en cada salida. De no haber sido porque carecíamos totalmente de organización, hubiésemos sido las figuritas repetidas de aquél verano; pero todos, aunque sin notarlo, estuvimos de acuerdo en dejarles el puesto a otros más imbéciles que nosotros. En fin… Una noche estábamos todos juntos en el cumpleaños de alguien que prefiero no recordar y, ya aburridos de los buenos modales, los punteros comenzaron a depositar sus falencias en los demás invitados.
- Miralo al gordo esperando la torta. ¡No piensa en otra cosa el loco ese!
- Dejalo, pobre gordo, se consuela comiendo. Si no levanta ni polvo… - Y las risas se esparcían por el garaje- comedor.
Yo me recuerdo muy absorta en mis pensamientos, sin intervenir en nada, pero dejando escapar de a ratos alguna risita ahogada. No acotaba, pero era tan culpable como ellos. El gordo recibió algunas críticas más, y mis compañeros de entonces se sintieron satisfechos de su viveza. Sin embargo, el gordo era muy poca cosa para pasarse el resto de la noche hablando de él, así que resultaba de vital importancia encontrar otro chivo expiatorio. Unos minutos reinó el silencio en el grupete, hasta que el más despierto dijo:
- Y el flaco ese ¡qué se cree que tiene al lado! Mirá… mirá cómo la abraza. No la deja en paz ni un minuto.
- Bueno, la mina no es la gran cosa, pero él… Miralo a él. Encima de pesado, feo- Acotó la dama más hermosa del lugar que, dicho sea de paso, también disfrutaba mucho hablar de los demás.
Cuando vi de quiénes se trataba, no pude evitar escupir una risita. Era cierto, esos dos no se separaban nunca. Él era un chico del montón: morocho, ojos oscuros, cara de nunca entender nada. Ella emanaba simpleza también, pero de una manera distinta. Parecía que siempre esperaba algo que la sorprendiera de su novio y, aun después de mucho tiempo juntos, seguía sonrojándose cuando él la besaba o susurraba palabras en su oído (cosa que ocurría con muchísima frecuencia, como bien lo habían notado mis amigos).
- A que no te animás a preguntarle por qué la quiere tanto- Le propuso la dama más hermosa del lugar al más despierto, no sé si con un tono burlesco o esperando realmente que lo haga. Pero este indocto, envalentonado por las ovaciones de todos nosotros, se acercó a la feliz pareja que, seguramente, cuchichiaba alguna intimidad y, dirigiéndose a quién llevaba los pantalones de la relación, dijo:
- Acá con mis amigos tenemos una gran intriga que solamente vos podés sacarnos – El muchacho levantó la vista con amabilidad; pero, presintiendo que iba a ser necesario adoptar una actitud defensiva al instante, se separó de su novia y lo miró directamente a la cara. “Te escucho”, le dijo. El más despierto notó el cambio en el otro y cuando habló, lo hizo ya sin burla alguna en la voz. No sé si los demás lo percibieron, pero yo me di cuenta de que ya no sentía ganas de preguntarle nada. De todos modos, para ser más hombre todavía, nos miró y luego volvió la vista al entrevistado de la noche.
- ¿Por qué la querés tanto, chabón?- dijo, y su voz recuperó la fuerza y la viveza de siempre.
Una ola de carcajadas estalló en el lugar; incluso recuerdo yo también haber simulado que me causaba mucha gracia la desfachatez de mi amigo. El entrevistado, entre tanto, seguía con su cara de nunca entender nada. Pero, igualmente, nos miró a todos, luego fijó la vista en el más despierto y respondió:
- La quiero tanto, como decís vos, porque ambos sabemos que cualquiera puede ofrecerle más que yo; pero, sin embargo, ella elige abrazarme a diario.
Los estúpidos rompimos en carcajadas aun más forzadas que la primera, y el señor y su novia se fueron, dejándonos como el puñado de imbéciles que siempre fuimos. Nosotros éramos los que no entendíamos nada, pero nos daba igual.
El cumpleaños terminó y todos nos olvidamos del asunto. Es posible que mis compañeros de entonces nunca lo hayan vuelto a recordar. No lo sé, porque hace tiempo que ya no soy desquiciada por los primeros de la fila mientras camino mirando sus espaldas. Pero yo sí lo hice. Y en el momento en que lo compartía con esta vieja conocida que nombré en un principio, reparé en el hecho de que hacía unos momentos me había cruzado con la versión ya casi adulta del entrevistado de hace unos cuatro años atrás. No sé si aún conserva su expresión de nunca entender nada ni tampoco si sigue con la mujer de aquel entonces, pero estoy segura que le fue mucho mejor que a nosotros, los vivos.


NOTA: Este es uno de esos textos en que el lector ideal está bien reconocido. Para el resto, puede que sea tan trivial como saber quién es el lector al que me refiero.

lunes, 1 de junio de 2009

Semanas sin fin.

Era una noche de un día no hábil, en la que para salir a la calle todos necesitaron de un buen motivo. Yo, que nunca supe distinguir entre la relatividad de las palabras, ahí andaba; transitando derroteros que no llevaban a ninguna parte, sin más compañía que mi bolso olvidado en el asiento de al lado – como si de verdad lo considerara mi fiel copiloto mientras desempeñaba el menesteroso papel de conductora-.
Recuerdo que me detuve varias veces en lugares insólitos, como amagando haber encontrado el sitio ideal para degustar otro de mis cigarrillos húmedos, y volví a emprender viaje nuevamente, segundos después de haber estancado el motor de mi camioneta. Circulaba como perdida entre la niebla, sin pertenecer a ningún paisaje, pero aguardando la llegada de algo que –todavía- no consigo definir. Sentía adentro mío esa necesidad de hacer cosas que sólo me invade cuando llega la noche y el cielo está calmo. Pero, paradójicamente, en esa ocasión llovía, y la ciudad invernaba complacida. ¿Qué hacía yo con ganas cuando no era necesario que las tuviera? Bien podría haberme quedado abandonada en un sillón, rechazando los mates de un mal cebador pero buen compañero. Pero no, esa noche fue mejor dejar todo y salir a buscar melancolía por ahí. Deseaba sentirme disgustada por la decisión que acababa de tomar, pero eso nunca sucedió. Es más, estaba radiante, serena, majestuosa; nada podía acabar con el placer que me provocaba vivir en ese momento. Pero mi razón estaba aun conmigo, y es una de esas enemigas verdaderamente despreciables que intentan desquiciarte a cada momento para que reacciones y te partas la cabeza contra la pared más dura que encuentres, una, dos, mil veces, hasta ya no tener qué deteriorar. Y tanto insistió que la escuché. Al instante, me encontré atendiendo el llamado que había rechazado durante toda la semana y aceptando, con una mueca de desconformidad en mi cara, la propuesta de pasar otra noche lejos de mí. Sólo recuerdo que mi cordura se fue a un bar y yo me quedé más vulnerable que de costumbre, compartiendo mi cuerpo, mis sonidos, mis gestos con otro de los tantos números que la vida denomina personas. Mi cuerpo estaba ahí, sí. Pero mi verdadero yo seguía manejando bajo la lluvia, intentando serse fiel inútilmente, saboreando el licor del olvido…

Fracasé una vez más en mi intento de ser fuerte, y ya no sé cómo mirarme al espejo. Soy una perfecta adversaria de mí misma.